Date: Mon, 16 May 2005 19:27:00 +0200
From: [log in to unmask]
Subject: Los odres manchegos y los pelos de calavera

Personalmente, me adhiero en muy buena medida a lo que plantea Jürgen Hahn en
su último mensaje, así como a la reflexión de índole teórica y metodológica
que hacía en su anterior intervención sobre la interpretación del pasaje de
los molinos de viento (incluso aunque no la suscriba sin matizaciones, como se
verá luego).
        El fenómeno que tan acertadamente denuncia constituye un curioso
efecto secundario del postmodernismo de raigambre Foucaultiana y Derridiana,
que habiendo rechazado de raíz el estructuralismo imperante en las dos décadas
anteriores, ha mantenido y exacerbado una de sus vertientes más discutibles,
ese “maximalismo hermenéutico” que llevaba a interpretar toda obra literaria
como si fuera un texto en clave, desarrollando una exégesis alegórica que
pretende dotar de significado a cada detalle del texto, confundiendo el
postulado de que todo elemento del artefacto literario cumple una función
(eminentemente en el plano estético) con la idea de que posee una específica
carga semántica (pasando entonces sobre todo al plano ideológico), lo que no
puede sino abocar a una hipertrofia del significado (o, dicho en castizo, a
sacarle pelos a la calavera).
    Cuando se proclamaron la definitiva muerte del autor y la imposibilidad de
llegar a la última y diminuta matryoshka de esa muñeca rusa desmontable in
aeternum que sería todo texto, y el literario entre ellos, lo lógico hubiera
sido abolir la interpretación, como (desde otra perspectiva y por otras
razones) propugnaba hace mucho Susan Sontag y, en consecuencia, cerrar el
garito de los estudios literarios académicos. En efecto, si regresamos a
Gorgias y a sus tres principios: “El ser no es. Si el ser es, no es conocido.
Si alguien lo conociera, no lo podría expresar con palabras”, leyéndolos tanto
desde el escepticismo, que niega el conocimiento, como desde el relativismo,
que niega el ser conocido, entonces nada podemos decir sobre las obras
literarias (como sobre ningún otro objeto de conocimiento) y la única actitud
honesta es dedicarse a otra cosa. Sin embargo, en la práctica ha sucedido todo
lo contrario, de modo que la abolición de todo elemento de control (autorial,
textual o contextual), amparado en un relativismo de pacotilla (toda vez que
carece de bases ontológicas, gnoseológicas y epistemológicas coherentes) y en
una supuesta sincronía ucrónica que no es más que una gratuita negación de la
irreversibilidad del tiempo, han llevado a esa proliferación de lo que en
cierta ocasión Miguel Gallego denominaba “el delirio hermenéutico” y que
Umbero Eco bautizó neológicamente como “sobreinterpretación”.
        Cuando estos fenómenos generales se dan en la interpretación del
Quijote, tiende a sumárseles esa secular maldición del cervantismo consistente
en que el estudioso se contagie del talante del héroe novelesco, de modo que
se le exacerba la imaginativa y empieza a ver por todas partes ejércitos,
gigantes y aventuras maravillosas en lugar de los literales y quizá prosaicos,
pero al menos no virtuales rebaños, molinos y sucesos triviales. En este
punto, uno no puede dejar de lamentar infinitamente la pérdida (o mejor, el
olvido) del libro sobre la comedia de la Poética de Aristóteles, porque, al
carecer del soporte teórico y sobre todo de la auctoritas brindados por el
Estagirita, el humor se ha quedado huérfano, en la tradición occidental, de un
respaldo metafísico, de modo que siempre tiene que andar mendigando el amparo
de un “bien superior”, desde el "castigat ridendo mores", para justificar su
existencia. Y parece que si una obra reconocida como parte destacada del canon
occidental y, por extensión, del universal, como es el Quijote, no presenta
valores trascendentes y ocultos, es decir, una carga de sentido que vaya más
allá de lo jocoso, resultaría poco menos que incomprensible, cuando no
inaceptable, que ocupase el lugar que ocupa.
        Qué duda cabe, no obstante, de que la obra trasciende su condición de
parodia y que posee una dimensión superior a la del mero chiste. Pero eso, a
mi juicio, tiene que ver con la capacidad cervantina para crear personajes
sugestivos (por una u otra razón) y hacerlos interactuar de un modo
convincente, mucho más que con presuntos mensajes más o menos cifrados,
repletos de sentido moral, político o teológico. Desde luego, sería absurdo
negar una dimensión teórica e ideológica a un texto en el que hay reflexiones
explícitas o implícitas sobre poética y estética de la literatura, o sobre la
misma condición humana (desde el parlamento de Marcela hasta el discurso sobre
las Armas y las Letras, o las conversaciones con el canónigo de Toledo o con
el Caballero del Verde Gabán), pero buscarle una dimensión alegórica a pasajes
cuya función básica es mostrar desde todas las perspectivas posibles la
chifladura del buen hidalgo manchego me parece, de entrada, un procedimiento
arriesgado y de rendimiento harto dudoso. Entre otras cosas, porque esa
función obvia y prístina posee de suyo suficiente trascendencia, respecto del
sentido último de la novela, como para no necesitar (a mi ver) de elementos
añadidos y cuya pertinencia en el conjunto de la obra parece más que dudosa.
En ese sentido, una lectura como la de Hahn y los demás colegas que han
incidido sobre la cuestión de los gigantes y el pecado de soberbia, me parece
aceptable en la medida en la que puede dar cuenta de las motivaciones
intranarrativas de don Quijote, pero no creo que realmente pueda interpretarse
el episodio en sí desde un punto de vista teológico, en el sentido de que
pretenda ser una ilustración del combate contra el pecado original, siendo
como es, a todas luces, una alucinación del ingenioso hidalgo, relacionada,
por tanto, con la falsa dimensión heroica de una caballería de pura ficción
imposible de llevar a la realidad. Y comentarios semejantes creo que podrían
hacerse respecto de otras aportaciones en relación con dicho episodio. En
cuanto al caso de los cueros de vino, creo que cualquier relación con la
eucaristía es puramente arbitraria, máxime cuando en esa época la comunión se
tomaba ya básicamente bajo una sola especie, la del pan, de modo que toda
alegoría eucarística que pretendiese ser entendida como tal por el público
coetáneo habría de apelar a la imaginería del mismo, como se puede comprobar
en cualquier auto sacramental.
        En suma, y para concluir con esta reflexión, ya excesivamente larga,
me parece que antes de plantear la hipótesis de un doble fondo, es necesario
apurar las posibilidades expresivas y funcionales de la literalidad del
pasaje, y sólo cuando éstas proporcionen indicios suficientes, plantearse (con
suma) cautela la posibilidad de una dimensión cifrada o simbólica del mismo.

Alberto Montaner
Universidad de Zaragoza