COLOQUIO CERVANTES
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Foro de Kurt Reichenbergerr & A. Robert Lauer

Séptimo tema de discusión:
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Gritos de alarma innecesarios: los casos de Gonzalo Torrente Ballester y Miguel de Cervantes


Al centro de la novela «Crónica del rey pasmado», novela de Gonzalo Torrente Ballester, está una discusión vehemente delante de los clérigos de la Santa Inquisición respecto a los „caprichos“ del rey, en este caso el jovencísimo Felipe IV, quien pasó una noche de putas con una tal Marfisa, hetera renombrada en la corte y la villa madrileña. La discusión de ese tema cargado de erotismo  el joven rey ha expresado la voluntad de ver a la reina desnuda  ocupa, escandaliza y divierte a los miembros de la Santa, dada la discusión furiosa entre el padre Villaescusa, fraile fanático que pretende que en Galicia todos son brujas o hechiceros, y el padre Almeida, joven jesuita, a quien no le gustan ni la exagerada severidad, ni los autos de fe, que su oponente propaga. Discusión enfurecida, si no brutal en sus consecuencias funestas. Pero el autor del libro, Torrente Ballester, la relata marcando los aspectos cómicos del debate. Con el resultado de que parte de los miembros de la Santa están divertidos de tanto estrépito y barullo, otra parte indignados, hasta escandalizados. Evidentemente, el mismo desacuerdo separa a los lectores modernos.

        Pude averiguarlo en ocasión de un congreso en Pamplona al que asistí. Al cenar hablábamos de lecturas divertidas, y mencioné la «Crónica» del rey pasmado, con un efecto sorprendente: uno de los comensales se indignó de ese libro que consideró irreverente, si no blasfemo. Ignacio Arellano y Lía Schwartz se abstuvieron de comentar el asunto, de modo que no pensé, aunque curioso, de insistir. Semanas más tarde, mencioné el asunto hablando con un teólogo que hace parte del equipo que está editando las Actas del Concilio de Trento. Al oír mis preocupaciones respecto al libro de Torrente Ballester, se rió a carcajadas y afirmó que el autor, burlándose de frailes fanáticos como ese padre Villaescusa de la «Crónica», estaba en perfecta correspondencia con los venerables Padres de Trento, quienes, a lo largo de casi todas las sesiones se esforzaban a impedir o por lo menos suavizar y poner cierto orden a los sermones incendiarios, promulgados por frailes exagerados, patanes atiborrados de textos en latín venidos de la gleba, fugitivos del arado. De modo que, tras considerar debidamente las circunstancias predominantes en la situación histórica, el sentido de la contienda cambia por completo. Lo que a primera vista parece agresión impía, si no blasfema, está en realidad en concordancia perfecta con la situación histórica y con las intenciones reformadoras de los Padres del Concilio de Trento.

Todo esto, ciertamente, presentado por el autor de una manera alegre, burlona, pero a pesar de ello no menos digno de consideración profundizada. La terquedad rigurosa y obstinada del fraile capuchino, para hacerla resaltar con gran efecto, está enfrentada con las razonamientos casuísticos de su contratante, el padre Almeida de la Societate Jesu, maniobra que enfrenta las iracundias del capuchino con las sutilezas ingeniosas atribuidas a los jesuitas. Artificios que prestan a la sesión ceremoniosa y solemne las sorpresas disparatadas de los entremeses cervantinos. No cabe la menor duda de que, en ambos casos, el tono ligero, despreocupado, si no frívolo, no debería desviar la atención de la envergadura histórica y trascendental de los asuntos discutidos, a pesar de esa tonalidad burlona, elegida por un autor dedicado al precepto horaciano del «Ridendo dicere verum».

De modo que, otra vez ocupado en el «Quijote» de 1605 y enfrentado con problemas semejantes: ¿Qué pensar de un Cervantes, burlándose del cura del pueblo y del canónigo de Toledo? ¿Es debidamente la oveja negra entre círculos eclesiásticos, o es solamente consecuencia de un entendimiento tardo, favorecido por la distancia de cuatrocientos años que nos separan de su «Quijote»? Hay que conceder que Cervantes se burla de los clérigos de su tiempo. ¿Muy mal ejemplo? No, porque lo hace en perfecta concordancia con los venerables Padres del Concilio, disputando ocho años para conseguir la reforma adecuada a la Iglesia de su tiempo.

Kurt Reichenberger


Prof. A. Robert Lauer
The University of Oklahoma
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