Estimados colegas: en medio de estos días de Mundial he leído con interés el intercambio de opiniones sobre las distintas tendencias del hispanismo. Creo que no es conveniente polarizar el debate en torno a dos posturas tan diferenciadas, tal como se ido desarrollando la discusión, cuando en realidad la mayoría de nosotros se desliza en un amplio intersticio entre ambas. Es curioso cómo la historia se repite. Más o menos, con términos diferentes, pero con igual espíritu, se reproduce la polémica Lázaro Carreter – Alexander Parker: por un lado, la lectura estrictamente filológica, ceñida al texto y a la tradición cultural del mismo; y por el otro, la interpretación que intenta trascender el plano lingüístico y considerar el texto más como “documento” que como “monumento” (utilizo términos de Panofsky). Para Lázaro, “no soy ‘ecce homo’” no era más que un chiste de humor algo cargado, pero inofensivo; para Parker, la misma frase contaba con gran peso en su lectura “seria” de lo que para el profesor de Salamanca no era más que una “obra de burlas”. Nosotros diríamos, reconociendo parte de razón a ambos críticos, que la novelita de Quevedo seguía, tal como el Lazarillo, aquella poética de “burlas y veras” que impregna buena parte de la literatura del Siglo de Oro. Me interesaba presentar los dos extremos porque son expresiones máximas de escuelas muy distintas, antípodas que nunca se van a tocar. No obstante, felizmente, la gran mayoría de nosotros se encuentra en medio. Y no está mal, visto así, aferrarnos al sano criterio aristótelico. Por un lado, reconocer la necesidad del método filológico, dado que el texto literario es indesligable del contexto social, cultural e histórico que lo ve emerger. La filología, de la mano de la historia de la lengua, nos permite comprender mejor dicho contexto. En segundo lugar, la teoría es imprescindible para apreciar el hecho literario que el texto representa. Un hecho o fenómeno dentro de un sistema, o sea un todo integrado, como nos lo enseñó Claudio Guillén (“Literature as System”). La filología pura y dura ha ofrecido grandes aportes (verbigracia: las notas de Rodríguez Marín), pero de forma aislada puede llegar a ser esterilizante y reducirse a una compilación de anécdotas, de datos menudos. Vemos el árbol (el hecho literario) y no el bosque (el sistema literario). Ni siquiera el árbol: el ápice de una de las hojas del árbol. Naturalmente, explorar el ápice de una hoja ya es una contribución y su solidez frente a una extravagancia teórica que el viento se va a llevar en menos de una década es innegable. Podemos ver la inmanencia de los trabajos de Robert Gillet y Bataillon, que son paradigmáticos y están allí para esclarecer nuestra lectura. Los filólogos clásicos (como Blecua o Lapesa) sabían las limitaciones, así como los alcances, de sus trabajos: editar un texto pulcramente y explicar su sentido literal para que el lector pueda penetrar en la expresión literaria y comprender el mensaje. “No soy más, pero tampoco menos, que un historiador de la literatura”, recuerdo que dijo un catedrático de Barcelona a ser admitido a la Real Academia. Sabias palabras: la labor crítica intenta esclarecer e ilustrar los textos, ponerlos en relación y apelar con evidencias a la sensibilidad del lector. Tan necesaria como la aproximación filológica, la teoría es una herramienta más que posee el crítico para comprender mejor el texto que analiza. ¿Cuáles son los límites de la teoría? El problema de un enfoque teórico aislado, o que desprecie la filología, es que se pretende autosuficiente y acaba por fagocitar textos, volviéndolo excusa para confirmar sus asertos y no al revés. La teoría se acaba en el momento en que desplaza al texto y lo subordina a la categoría de expresión de otra cosa que no es la literatura. No es lo mismo que te interese Quevedo porque refleja la etapa anal que estudia el psicoanálisis, que emplear dicho concepto para explicar y comprender mejor la poesía quevedesca. El problema, entonces, no es la teoría si no el uso que se le da. Para el crítico, la teoría es una herramienta, algo que se utiliza, no un fin en sí mismo. Si perdemos esa convicción, acabamos también dándonos como críticos más relevancia que la que tenemos. Nuestra labor debería ser lo más discreta posible: intentamos transmitirle al lector nuestro gusto por el texto, por qué nos parece valioso. Para ello, hacemos explícito lo que el tiempo, el espacio o la complejidad del discurso han dejado implícito en el texto. Ahora bien, lo que va de lo implícito a lo explícito es esa formidable fusión de materia y forma indestructible que nos propone la literatura: “En el silencio solo se escuchaba un susurro de abejas que sonaba”. Creo que la tensión entre filología y teoría nos ha ofrecido muy buenos estudios que mantienen el equilibrio entre ambas. Solo dos: “La espada, el rayo y la pluma” de Carlos M. Gutiérrez (que emplea Bourdieu de la mano de un conocimiento profundo del Barroco) o “Una polémica literaria: Lope de Vega y Diego de Colmenares” de Xavier Tubau (una aproximación documental privilegiada, manejo de las preceptivas literarias de la época y la antigüedad y con destellos iluminadores de crítica culturalista). Hay muchos más ejemplos, pero se trata de dos colegas jóvenes que han sabido recoger lo mejor de ambas orientaciones. Superar la antítesis a través de la síntesis. Saludos cordiales a todos, Fernando Rodríguez Mansilla.