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Coloquio Cervantes

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Fernando Rodriguez Mansilla <[log in to unmask]>
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Fernando Rodriguez Mansilla <[log in to unmask]>
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Fri, 18 Jun 2010 16:56:32 -0500
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Estimados colegas: en medio de estos días de Mundial he leído con interés el
intercambio de opiniones sobre las distintas tendencias del hispanismo. Creo
que no es conveniente polarizar el debate en torno a dos posturas tan
diferenciadas, tal como se ido desarrollando la discusión, cuando en
realidad la mayoría de nosotros se desliza en un amplio intersticio entre
ambas. 
Es curioso cómo la historia se repite. Más o menos, con términos diferentes,
pero con igual espíritu, se reproduce la polémica Lázaro Carreter –
Alexander Parker: por un lado, la lectura estrictamente filológica, ceñida
al texto y a la tradición cultural del mismo; y por el otro, la
interpretación que intenta trascender el plano lingüístico y considerar el
texto más como “documento” que como “monumento” (utilizo términos de
Panofsky). Para Lázaro, “no soy ‘ecce homo’” no era más que un chiste de
humor algo cargado, pero inofensivo; para Parker, la misma frase contaba con
gran peso en su lectura “seria” de lo que para el profesor de Salamanca no
era más que una “obra de burlas”. Nosotros diríamos, reconociendo parte de
razón a ambos críticos, que la novelita de Quevedo seguía, tal como el
Lazarillo, aquella poética de “burlas y veras” que impregna buena parte de
la literatura del Siglo de Oro.
Me interesaba presentar los dos extremos porque son expresiones máximas de
escuelas muy distintas, antípodas que nunca se van a tocar. No obstante,
felizmente, la gran mayoría de nosotros se encuentra en medio. Y no está
mal, visto así, aferrarnos al sano criterio aristótelico. Por un lado,
reconocer la necesidad del método filológico, dado que el texto literario es
indesligable del contexto social, cultural e histórico que lo ve emerger. La
filología, de la mano de la historia de la lengua, nos permite comprender
mejor dicho contexto. En segundo lugar, la teoría es imprescindible para
apreciar el hecho literario que el texto representa. Un hecho o fenómeno
dentro de un sistema, o sea un todo integrado, como nos lo enseñó Claudio
Guillén (“Literature as System”). La filología pura y dura ha ofrecido
grandes aportes (verbigracia: las notas de Rodríguez Marín), pero de forma
aislada puede llegar a ser esterilizante y reducirse a una compilación de
anécdotas, de datos menudos. Vemos el árbol (el hecho literario) y no el
bosque (el sistema literario). Ni siquiera el árbol: el ápice de una de las
hojas del árbol. Naturalmente, explorar el ápice de una hoja ya es una
contribución y su solidez frente a una extravagancia teórica que el viento
se va a llevar en menos de una década es innegable. Podemos ver la
inmanencia de los trabajos de Robert Gillet y Bataillon, que son
paradigmáticos y están allí para esclarecer nuestra lectura. 
Los filólogos clásicos (como Blecua o Lapesa) sabían las limitaciones, así
como los alcances, de sus trabajos: editar un texto pulcramente y explicar
su sentido literal para que el lector pueda penetrar en la expresión
literaria y comprender el mensaje. “No soy más, pero tampoco menos, que un
historiador de la literatura”, recuerdo que dijo un catedrático de Barcelona
a ser admitido a la Real Academia. Sabias palabras: la labor crítica intenta
esclarecer e ilustrar los textos, ponerlos en relación y apelar con
evidencias a la sensibilidad del lector. Tan necesaria como la aproximación
filológica, la teoría es una herramienta más que posee el crítico para
comprender mejor el texto que analiza. ¿Cuáles son los límites de la teoría?
El problema de un enfoque teórico aislado, o que desprecie la filología, es
que se pretende autosuficiente y acaba por fagocitar textos, volviéndolo
excusa para confirmar sus asertos y no al revés. La teoría se acaba en el
momento en que desplaza al texto y lo subordina a la categoría de expresión
de otra cosa que no es la literatura. No es lo mismo que te interese Quevedo
porque refleja la etapa anal que estudia el psicoanálisis, que emplear dicho
concepto para explicar y comprender mejor la poesía quevedesca. El problema,
entonces, no es la teoría si no el uso que se le da. Para el crítico, la
teoría es una herramienta, algo que se utiliza, no un fin en sí mismo. Si
perdemos esa convicción, acabamos también dándonos como críticos más
relevancia que la que tenemos. Nuestra labor debería ser lo más discreta
posible: intentamos transmitirle al lector nuestro gusto por el texto, por
qué nos parece valioso. Para ello, hacemos explícito lo que el tiempo, el
espacio o la complejidad del discurso han dejado implícito en el texto.
Ahora bien, lo que va de lo implícito a lo explícito es esa formidable
fusión de materia y forma indestructible que nos propone la literatura: “En
el silencio solo se escuchaba un susurro de abejas que sonaba”.
Creo que la tensión entre filología y teoría nos ha ofrecido muy buenos
estudios que mantienen el equilibrio entre ambas. Solo dos: “La espada, el
rayo y la pluma” de Carlos M. Gutiérrez (que emplea Bourdieu de la mano de
un conocimiento profundo del Barroco) o “Una polémica literaria: Lope de
Vega y Diego de Colmenares” de Xavier Tubau (una aproximación documental
privilegiada, manejo de las preceptivas literarias de la época y la
antigüedad y con destellos iluminadores de crítica culturalista). Hay muchos
más ejemplos, pero se trata de dos colegas jóvenes que han sabido recoger lo
mejor de ambas orientaciones. Superar la antítesis a través de la síntesis.
Saludos cordiales a todos,

Fernando Rodríguez Mansilla. 

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